23 dic 2017

"ZAMA": CRÓNICA DE UNA ESPERA EN VANO

Después de obras consagradas, como "La ciénaga", "La niña santa" y "La mujer sin cabeza", y tras una serie de avatares que siempre rodearon a la posibilidad de llevar la historia de "Zama" al cine, Lucrecia Martel pudo lograr aquello que parecía imposible.
Es sencillo descubrir de qué se trata "Zama", la nueva, audaz y desafiante propuesta de Martel, que abreva en la anécdota del relato con el mismo título de Antonio Di Benedetto y su costado filosófico: sólo es necesario detectar esa verdad apenas comienza.
El oficial corregidor don Diego de Zama es un hombre en un lugar equivocado, alguien que no parece conforme con la vida, del que no se conoce nada de su pasado pero sí de su presente y se puede también desentrañar, en poco tiempo, que su infelicidad es inexorable.
No es prioritario conocer la valiosa obra literaria (elogiada por Jorge Luis Borges y Juan José Saer) que precede a esta de Martel, absolutamente autoral, ya que la literatura tiene su lenguaje y el cine el suyo: y "Zama" deviene una obra dueña de un elaborado discurrir cinematográfico.
El original de Di Benedetto, se ha juzgado largamente, es un opus descomunal dentro de la literatura latinoamericana, sin embargo Martel, muy acertadamente, no se somete a la simple adaptación sino a dejarse llevar por la interpretación, con su propia semántica y caligrafía.
Eso le da la posibilidad a la directora de construir una obra con lenguaje propio algo que difícilmente se detecta en los últimos tiempos en todo el cine, sea local o internacional, elemental o deficitario en diferentes aspectos, vacío de contenido y rutinario en lo estético.
La pregunta que se hace Martel, que interpela al espectador a través de lo que nos cuenta, es qué hace ese hombre en medio de lo salvaje, si es en verdad la ambición lo que lo moviliza a estar tan lejos del que se supone, lejos, debería ser su lugar.
La búsqueda de El Dorado, que en cine ya se había visto en "Aguirre, la ira de Dios", de Werner Herzog vuelve aquí a tener un peso predominante detrás de la figura de este hombre solo entre muchos otros que aspiran a llevarse un botín para la corona o ellos mismos.
La locura e irracionalidad en la selva amazónica encabezada por Lope de Aguirre, en su caso en el siglo XVI de Pizarro, cambia por la calma, también irracional, salpicada de sangre, la de medio centenar de tribus, que son parte de esa naturaleza y la de los colonizadores.
Se supone que don Diego de Zama está en la primera Asunción del siglo XVIII, y aguarda un traslado que es clave para él, pero para lograrlo debería superar los obstáculos que finalmente incluirán la captura de un forajido portugués, famoso por su crueldad.
En buena medida Zama no es ni héroe ni villano, es decir algo así como un hombre de aquellos tiempos sumido a la oscuridad de un laberinto entre kafkiano -o borgeano-, en la incertidumbre de sólo saber que su destino responde a una ruta diseñada por otros.
Este hombre desea salir de ese lugar horrible y hediondo, y hasta sorpresivo, en el que se va sumergiendo, forzado a un descenso dantesco por los círculos del infierno, un trayecto que se prolonga con cada nueva e inexorable postergación, hacia un destino trágico.
El paisaje de cada episodio en esta sucesión de derrotas, en esta caída por la pendiente que lleva al horror mismo, es verde intenso y por momentos brillante, en medio de tanto barro y suciedad, de olores nauseabundos, de ropa percudida o de infección.
Martel va de la oscuridad al claroscuro, de la supervivencia en medio de la tapera con muebles viejos, a la casa del gobernador atiborrada de fulleros y donde era necesario desde pedir permiso para respirar, hasta esperar, ya sin esperanza, una respuesta.
Hay murmullos, ecos fantasmales, explicaciones que se repiten, discusiones, soberbia, humillación, mentiras, miradas torvas, desilusión, desesperación, traición y resignación, porque de eso se trata la pasión de Zama, la del hombre que está solo y espera su destino.
Hay varios oportunos subrayados que Martel logra dar a su relato: la imprecisa localización en Asunción, centro del Gran Chaco guaraní pero fuera de tiempo y la data igual de vaga acerca del funcionario, que pueda dar alguna pista más del enigma que encierra.
Daniel Giménez Cacho expresa sin necesidad de textos la desesperación del personaje, que a veces asoma su voz, como si se tratarse de un relator, un casting perfecto en el que también tienen peso Juan Minujin, pero en especial Rafael Spregelburd y el brasileño Matheus Nachtergaele.
También hay música, muy curiosa, que echa mano boleros mexicanos del siglo 20 pero con cuerdas que parecen de arpas, y hasta recuerdan al citar de Antón Karas en "El tercer hombre", y en el final las melodías que recuerdan a Arturo Ripstein o Pedro Almodóvar.
Zama tiene la ilusión de sobrevivir a pesar de su agonía en el bote que surca el río Paraguay: la proa va cortando las aguas tupidas de camalotes mientras el niño remero le pregunta si quiere vivir, un susurro detrás de las cuerdas que tocan "Muñequita linda", y palpitan aquel sueño que no fue.