11 ene 2014

ANTONIO CEZAR, SALVADOR DE BAHIA, ARENA Y SUEÑOS

ESCULPIENDO EN LA ARENA Por Claudio D Minghetti En Alemania hay un festival de escultores de arena que se llama Sandstation, porque es la ciudad con mayor cantidad de bares con playas artificiales de Europa. Por eso se llevan casi 2000 toneladas de fina arena a un campo lindero a la estación ferroviaria, de alrededor de 6000 metros cuadrados. Allí se exhiben una veintena de figuras, algunas muy altas, que parece sacadas de relatos de ficción fantástica. Y allí viajan artistas de lugares remotos, la India, Australia, Rusia. El bahiano Antonio Cezar nunca estuvo allí y es probable nunca viaje al “primer mundo”·.
En Europa hay otros siete encuentros de escultores de arena de todo el mundo. Sin embargo hay uno que falta, porque se confunde entre los que venden jugosos cocos con pajita, los que ofrecen cerveza, los que venden anteojos de sol de celuloide, llaveritos y cintitas, queijo de colhao con orégano y miel, bronceador en frasco o sachets, sombreros de paja, alquilan miles de sombrillas colorinches, chicos con inflables de todo tipo que le sacan el jugo al mar calmo, tibio y transparente, solo exultante cerca de la hora en que el sol parece fundirse con el horizonte. Salvador de Bahia de Todos los Santos es una ciudad de la que todo el mundo habla. Quizás porque de ella escribió Jorge Amado y allí mismo, en Pelourinho, tuvo lugar la pasión de Vadinho y Doña Flor, o porque se supone que por sus calles y playas no solo corre el sonido de los tambores, sino también el de las escuelas de carnaval, la brujería y los palitos con cangrejos cocinados listos para ser el plato típico de aquella tierra sinuosa donde la frase bíblica “pobres habrá siempre”, tiene un peso que opaca a los rascacielos y a los shoppings rodeados de villerío.
Hace veinte años, Antonio cumple con un ritual diario en la Praia do Farol da Barra, frente a la rambla de la Avenida Oceánica y la calle Marques de Caravelas, desde muy temprano, llevando objetos diversos tres o cuatro grandes palas de tierra, dos o tres de las que usan los chicos para construir sus canales y castillitos, una regadera a la que pone y saca su pico de ducha, algunos palos, y unos pomitos que parecen de nuestra Plasticola y una olla donde mezcla anilinas o temperas de colores , con los que improvisa un aerógrafo, esos que, es seguro, nunca conoció.
Con paciencia de chino y talento de artista medieval, o de esos obreros escultores italianos que decoraron el Hollywood del cine mudo o las fachadas de la Avenida de Mayo, Antonio comienza armando una cuña de unos seis o siete metros frente al lugar por el que desfilará su público, de un metro de alto donde en seis o siete horas construirá imágenes que tienen que ver con la tentación y el misticismo de aquel que día a día y moneda tras moneda, porque los billetes aparecen poco, se convierten en protagonistas de la segunda de las playas más populares. La avenida que bordea la costa de Bahía desde la esquina que apenas se oculta el sol se convierte en una feria de los milagros, aunque los milagros no existen y con suerte un grupo de músicos tocan mas temas de Louis Armstrong y Frank Sinatra que de los poetas que hicieron de lugar un mito está siendo reciclada a un estilo que más tiene de universal, igual al que puede verse en Madrid o en la Buenos Aires de Macri. Mientras las palas mecánicas y los operarios que hacen lo suyo a más de 40 grados de calor solar, Antonio suda la gota gorda con sus deidades . Depende de dónde empiece, arranca con un auto deportivo o la imagen de Tutankamon tal como se la ve cerquita de las pirámides de Keops. Antonio le da a la pala hasta amontonar la cantidad de esa arena ideal para meter dentro de un relojito de vidrio, suficiente para dar cuerpo a ese automóvil al que una vez que termina de marcar la profundidad de sus surcos, de la carrocería, las puertas y las ruedas que hasta tienen las mismas estrías de las originales de goma, decora con tapa cubiertas auténticos, cerradura con llave y hasta con espejito retrovisor. A su lado, una garota con cintura de avispa, bien provista de un trasero con forma de manzana y pechos imponentes, monta una motocicleta en carrera, a su lado, un personaje apolíneo, tiene enroscada en su cuerpo una serpiente de aspecto y sentido fálico, otras veces la chica (que no es la de Ipanema amada por Vinicius) está recostada sobre el túmulo con un brazo extendido que termina en una mano con todos sus dedos en perfecta escala y de lejos, posta, parece esa mujer de la que todos podemos enamorarnos en menos de lo que canta un gallo. Sudor, mucho sudor. A esa altura del partido, Antonio, que siempre está descalzo a pesar del calor de brasa que la arena exhibe desafiante, necesita algo de líquido. Y por allí aparece la botellita de agua mineral o la lata de cerveza. Después vienen los peces tipo salmón o los rostros de Jesús y Bob Marley. No es raro porque allí sobre la arena, Antonio despliega frases que hablan de esperanza y fuerza pra frente: “Si crees que todo está perdido y solo te queda cruzarte de brazos, pensá que el hombre más grande del mundo murió con los brazos abiertos". El viento, a veces, le susurra al oído. Antonio a veces está entusiasmado, y a veces se desilusiona, especialmente cuando los pixotes del lugar empiezan a molestarlo, a burlarse de su obra, y hasta robarle esos detalles de realismo, como el casco de la motociclista. En ese subir y bajar de ánimo también está el juego, ese que asoma cuando Antonio se sienta en uno de los extremos, apoya el codo en una de sus piernas y su mandíbula en la mano, a la espera que los que sacan fotos se acuerden de que él sobrevíve de eso, de su supervivencia depende las moneditas que le arrojan, cual fuente de los deseos. Cuando el mar sube demasiado y la gente empieza a invadir su caminito con pisadas molestas, cuando no tiene la respuesta generosa de nacidos y criados o turistas, o quizá la sorpresa de algún indeseable lo pone de mal humor, se termina todo: pala en mano, Antonio golpea sus estatuas hasta que vuelven a ser la nada anterior a la intervención del artista. De golpe, Antonio desaparece sin que nadie se de cuenta, una despedida que lo lleva a su casa, seguro muy humilde, donde cenará pobremente, una feijoada y una cerveza y se recostará para soñar con sus figuras. Cuentan que George Melies, desilusionado del futuro de sus obras, intentó destruirlas, igual que muchos escritores con sus manuscritos. Es que Antonio tiene aquel espíritu creador de quienes a pesar de su talento creen que no es suficiente, y prefieren el olvido. Sin embargo, a pesar de que la pala puede hacer desaparecer aquellas imaágnes, al otro día vuelven a aparecer. Antonio no está muy convencido que el Mundial de Fútbol lo ayude demasiado a juntar más monedas. Quizás por eso no dibuje a Pelé ni a Maradona. Tampoco hace imágenes por encargo. El tiene su repertorio y lo repite, salvo que llueva, los 365 días del año. Tiene alrededor de 60 años y es muy tímido. Confiesa que la idea de hacer esto surgió cuando vio algo así en una telenovela. Seguramente nunca viajará a Berlín para mostrar su talento. Se llama Antonio Cezar. Los bahianos lo consideran parte del paisaje urbano. Los turistas lo fotografían. Si viaja a Salvador, no se olvide de él.