12 jul 2008

Radu Mihaileanu: ciudadano del mundo


Radu Mihaileanu es un ciudadano del mundo. Nació en Rumania pero luego de recorrer un largo y agitado camino, de vivir en diferentes lugares de Europa, que le permitieron aprender media docena de idiomas, ve el tema de la inocencia frente a los grandes conflictos de la humanidad desde un ángulo muy particular.
En 1998 dirigió “El tren de la vida”, con la que ganó el premio de la Fipresci en Venecia, la película de la que muchos medios especializados aseguraron que el italiano Roberto Benigni “copió” su exitosa y no menos discutida “La vida es bella”. En 2004 dirigió “Ser digno de ser”, que ganó los premios del Público y del Jurado Ecuménico, en el Festival Internacional de Cine de Berlín, el Cisne Dorado en el de Ankara, y el destinado a mejor película en el de Copenhague, antes de ser proyectada por primera vez en la Argentina en la muestra Pantalla Pinamar.
Mihaileanu siempre está de buen humor. Es dueño de una simpatía sin límites, y lo demostró como anfitrión de toda reunión realizada durante la muestra, cantando y bailando, por ejemplo, con la francesa Déborah François, protagonista femenina de “El niño”, la española María Barranco y la argentina China Zorrilla.
Precisamente en en su paso por el balneario argentino, Mihaileanu habló acerca de su historia y la de su película, la aventura de un niño etiope que, para sobrevivir a la barbarie, terminará creciendo como judío.
En 1984, cientos de miles de africanos de veintiséis países sobrevivían en campos de refugiados en Sudán. Estados Unidos organizó una operación de rescate –la conocida como Operación Moisés- , para transportar a cientos de judíos etíopes (falashas), a Israel. Una mujer etíope hace pasar a su hijo de nueve años por judío para así salvarlo de una muerte casi segura. El niño llega a la Tierra Prometida y es declarado huérfano. Así, será adoptado por una familia judía sefardí de origen francés que vive en Tel Aviv y crece con su secreto a cuestas, descubre la cultura occidental al mismo tiempo que la lucha en los territorios ocupados por Israel, el racismo, principalmente por su color de piel, y adquiere de la enseñanza de algunos de sus maestros, la sabiduría suficiente como para convertirse en alguien respetado, a pesar de su singularidadm y seguir observando a la distancia la misma luna de su infancia.

“Ser digno de ser” cuenta con un elenco encabezado por Yaël Abecassis, Roschdy Zem, Moshe Agazai, Moshe Abebe y Sirak M. Sabahat, entre otros.

Un largo camino

-¿Cuándo y porqué te fuiste de Rumania?
-Hace veinticinco años, por culpa del amigo Ceaucescu (dice con tono irónico). Tenía una compañía de teatro, fui actor del teatro judío en yiddish de Bucarest y tenía una compañía clandestina, para la que escribía y dirigía, en la que actuaba en puestas contra el régimen. Eran tragicomedias en las que todo el mundo entendía a quienes me refería cuando hablaba del rey y la reina.
-Por entonces, ¿cómo se trataba a los judíos en Rumania?
-Era el único país del este con relaciones diplomáticas con Israel, pero por razones estrictamente políticas. Todos los años Israel financiaba repatriaciones a Israel con un aporte económico de los Estados Unidos. En realidad sabíamos que el objetivo de Ceaucescu era ganar el Premio Nobel de la Paz. Además era muy buen amigo de Yassir Arafat, al que prestaba campos para el entrenamiento de tropas palestinas. Quería negociar entre Palestina e Israel y fue una ventaja para nosotros. Logré escaparme gracias a esa cuota de judíos rumanos que podían visitar Israel. Era una política de dos cabezas, la misma que Ceaucescu puso en práctica en la Segunda Guerra Mundial, cuando negociaba al mismo tiempo con Inglaterra y Alemania: mientras adentro perseguían a los judíos, incluso con pogroms, afuera los protegían, por si acaso ellos terminaran venciendo.

-¿Qué temas te interesan?
-En «El tren de la vida» hablé acerca de la inocencia, del ser humano y la vida. Tanto en aquel título como en este se trata de niños –o grandes que parecen niños- que descubren el horror. En ambos casos se llama Schlomo. Son inmigrantes, y eso los pone en desventaja. Sin embargo, lo que antes me parecía una tristeza, ahora es riqueza. Es el motivo principal que me permite sentirme bién en todas partes, aunque siempre como el mismo Scholomo se está mejor sintiéndose un poco afuera, un poco adentro, cosa de equilibrar, de elegir uno dónde quiere realmente estar. Para los franceses nunca voy a ser un francés con todas las de la ley, porque para ellos solo puedo llegar a ser un francés de origen rumano. Me conviene, para mantener un equilibrio entre mi parte irracional, la que está adentro, y la racional, que mira todo desde afuera.

Con los pies en la tierra

-¿Como ven tu película los judíos más ortodoxos, y los que tienen una posición crítica respecto a muchas de las actitudes de Israel y ese grupo más duro?
-Los ortodoxos se sienten atacados por mi película, los que tienen mi misma mirada crítica se reconocen en el personaje. Hasta hay cristianos y, cosa increíble, musulmanes y japoneses, que se reconocen en Shlomo. Cuando fui a Japón, tenía miedo de que la gente no entendiera nada. Pero se identificaron porque a fin de cuentas es la historia de un niño y tres madres. Los judíos son los únicos que tienen diferentes actitudes frente a esta historia, que está tomada de un caso real: la dificultad de emigrar, de adaptarse a una sociedad. Es la cuestión de la identidad y de adaptarse a una sociedad nueva y construirse con esta mezcla de identidades. Es el mundo de hoy y de mañana, y si no entendemos que esta es una riqueza, vamos a estar perdidos
-La contradicción de la “globalización”…
-Pienso que hay globalización pero también individualidad, porque somos humanos y hay una identidad profunda con el lugar en que nacemos, la infancia, la familia, pero con los viajes, la televisión, con Internet se empieza a tener cada vez más el punto de vista del otro y de verse a uno mismo desde ese otro ángulo. La idea de una identidad pura deviene una imbecilidad, porque nacemos con una pero después se mezcla con otras_ escuchamos música latinoamericana, africana, europea, comemos de todo… ¿cómo se puede hablar todavía de una identidad pura si no existe?
-¿Qué tiempo le tomó escribir un guión que atraviesa tres décadas y lugares muy diferentes, sin que en ningún momento baje la tensión y que tanto hubo que editar todo lo que filmó?
-Primero construimos un esqueleto, una sinopsis de doce páginas. Después estuvimos cinco años documentándonos. Fue una experiencia enriquecedora, en tres etapas, quizás porque el número tres es un poco la clave de la película, tres décadas, tres madres, la infancia, la adolescencia y la madurez. Al principio el guión era para una película de unas cinco horas, que al mismo tiempo se convirtió en un libro, que incluye entrevistas, la historia de la Operación Moisés y del pueblo de Israel, que es tan rica en las dos últimas décadas. El primer montaje tuvo tres horas y media, pero hubo que cortarle una hora para dar más ritmo a la historia de este judío y negro al que los franceses nunca terminarán de entender. Hay una confusión muy grande en el mundo. Mucha gente piensa que el judaísmo es una religión, cuando en realidad es ser parte de un pueblo donde hay religiosos y no religiosos, hay ortodoxos y no ortodoxos, gente de izquierda y de derecha. Es un pueblo antes que una religión. En el idioma hebreo no existen las vocales, uno las puede imaginar, y de esa forma, dar diferentes interpretaciones a la Tora y al Talmud. En mi película, el rabino etiope le dice a Shlomo que interprete los textos sagrados a su manera, que los adapte a sus propias reflexiones. Los filósofos dicen que hay tantos Talmud como gente: para mi los auténticos religiosos son los tolerantes, los que piensan que hay más de una verdad y que no tiene dueño.

Claudio D. Minghetti

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